Manuel Sánchez Alfonso

Escritor

Otoño

OTOÑO

La aurora amanece más fresca; ya no estorba el saquito. Se anuncia el declive y la parra se arruga postrándose marchita. Los abejarucos se marchan otro año más a sus hogares de invierno sin dejar rastro, tan solo la añoranza de sus plumas centelleantes y su canto.

Arde la leña en las chimeneas revistiéndose el alba de humo y nieblas. Crujen las ascuas. Los gorriones están tristes, no hay comida en el campo y en los mares de olivos se rompen las olas de sed. Empiezan los granados a madurar y a rajarse las granadas. Se desprenden los frutos de nogales y almendros. Las alamedas están melancólicas. En sus desvanecidos brazos agonizan, aturdidas y a lo loco, millones de hojas glaucas. Las esteras de sus pies se deshacen cuando el aire del norte las sacude.

La rivera del rio aún está estancada de plata y ocre. El cielo se acuesta plomizo, los ocasos son más cortos y amanece más tarde, como pasa eternamente en octubre. En sus remansos, donde queda algo de humedad, el agua es turbia y clama de rabia por volver a su caudal.

Los olivos tornan al color áspero que les da la fría serenidad de la noche y ese sol más agotado del otoño. Ya se palpan entre sus ramas las diminutas olivas cuajadas de vida y ávidas de sangre.

Las nubes se desperezan y el cielo se llena de borregos. De pronto, al alba, como sin avisar, un latigazo de aire y cae el primer aguacero. Se limpian de polvo los carriles, el jaguarzo y el romero. Se lava la cara la higuera y por las calles de olivos ¡arrolladora!, empieza a correr vida nueva.

Las Yuntas de mulas, azuzadas, comienzan a labrar la tierra yerma entre cañadas de ecos y silencios. Sus cascos se clavan en las vísceras de la tierra barranco arriba. Se sienten palos en lomos e ijares. Las bestias tirando del arado al grito de los gañanes “ ¡Riaaa Marquesaaa, Sooo Capitanaaa!”, bajan del monte resoplando buscando algún alivio; trotan de vuelta más rápido, acostumbradas al calor de la cuadra donde se han criado, allí las espera el piensador y la espuerta de grano.

Arden los rastrojos cubriéndose de luto y los chupones, apilados entre las calles, flamean sus banderas de llamaradas vivas. Se preparan las vegas para las sementeras y las choperas, calmadas y vestidas de traición, estrenan su sueño otoñal dormidas al amparo de la marea del río. Ya no huele a limón en las acequias ni se abrazan las ortigas entre las piernas. Desfallece la higuera bajo el azulado recuerdo de los rabilargos revoloteando y picoteando entre sus brevas. Sigue lloviendo, se siente la cadencia del agua correr por cauces y aleros. Los carriles se enfangan y una densa niebla se suspende susurrando sobre la tierra. Mañana la bruma indiferente y aburrida pintará de gris su espalda.

Los cielos se quedan rasos. La sierra se cubre con sus primeras pamelas níveas; llega la relentá y todo es escarcha. Apenas se oye a la zorra por los plantones. Los secanos, después de escaparse el sol por el oeste y asomar la luna nueva, se disfrazan de platino y capa estrellada. Ya no se escuchan los cantos del ruiseñor por las orillas y los tejados del cortijo y las vegas enmudecen de dolor y nostalgia.

He oído aletear algún zorzal anunciando esas madrugadas de suspiros y he sentido como el viejo álamo blanco del rio se muere de pena.

¡Y este cielo azul celeste y estas noches estrelladas!…Y tus pupilas de ámbar gris que asemejan dos diminutas lunas llenas.

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