Manuel Sánchez Alfonso

Escritor

APOCALIPSIS

APOCALIPSIS

Fue entonces cuando se abrieron los cielos oscuros del infierno y el hombre decidió quitar la vida sin pudor.

Detesto a esos energúmenos que matan impunemente a los olivos de mi alma, se aprovechan tan solo de que no pueden salir corriendo. Aunque, si les diesen la oportunidad, seguro que se enfrentarían a ellos con el arma del amor.

Se me parte el alma en mil pedazos solo de pensar que ya nunca oiré el sonido de la brisa que peinaba sus cabellos verdes, ni veré a las liebres soñando a sus pies, ni a esos perdigones correteando bajo su abrigo, ni a los espárragos brotar y despojarse de su amparo ¡tan alegres!… Ni su carmín en noviembre.

Se me abren las carnes en canal de sentir cómo se retuercen de dolor de verse morir sin compasión. Descansen en paz mis amigos y sus sombras silenciosas que tantas hazañas me contaban en las madrugadas y tanto frescor me daban al calor de agosto.

Gracias por haber clavado vuestras raíces tan dentro de mí, estas no las asesinará nadie; por haberme deleitado tantas tardes en los fríos inviernos y en las tiernas primaveras; por haberme hecho más hombre; por enseñarme a querer; por vuestra amistad siempre presente cuando todos la negaban y por dejarme cabalgar tantas noches desnudo entre vuestras calles floridas bajo las lunas llenas de junio.

Donde quiera que estéis, siempre os llevaré en el corazón. Tengo la sana y mala costumbre de no olvidar jamás a los que en alguna ocasión me acompañaron en el camino. Me consta que vivir es una excepción, me dedicaré a sobrevivir como la mayoría de aquellos a los que aún les corre algo de sangre por las venas.

He de detenerme e inhalar profundamente la rabia contenida que me invade. Barrunto que algo de mí se va con ellos. No puedo ya por más sufrir cómo mis ojos y mi piel han de contemplar ver morir aquello que tanto me dio y por lo que tanto di.

Hoy he aprendido lo que es el dolor. No puedo tragarme estas lágrimas… Las dejaré correr río abajo hasta que se fundan con ellos al llegar a ese mar virgen de olivos que tan injustamente siento cómo se agota en mí y fallece.

Aquí dejo plasmado mi desgarrador “quejío” y la congoja que produce saber que ya no volveré a ver más, como se filtra el sol entre vuestras ramas. Ya solo hay silencio, no corren rumores en el bosque de olivos, se apagaron… ¡Los mataron!:

«Qué bonito los olivos,

tan espartanos entre los secanos.

Qué bonitas esas hileras peinadas de verdes trenzas,

hoy trama, mañana carmín.

Qué bonitos están mis niños, correteando por el jardín,

chapoteando en los charcos, varaditos en el barro.

Qué bonita está mi luna cuando se resbala,

patina y se desnuda bajo ese manto de arcilla y aceitunas.

Qué bonita está la lluvia cuando te lava la cara,

acaricia tus espaldas, te perfuma y se acuna entre tus piernas.

¡Si supieras cuánto te siento!

Si supieras lo que añoro tus abrazos en las noches de marzo,

el canto de la abubilla, las curvas de tu cintura,

el calor de aquellos pechos y la salvaje ternura de tus besos

estamparse contra mis labios.

¡Llevo tu savia por dentro!

Por fuera, la rabia y la amargura de padecer en silencio

cómo te arrebatan la vida y te quitan de en medio.

Tan solo me queda el consuelo de haberte amado tanto…

de haber vivido amarrado a los nudos de tu tronco

y a la sombra de tus tallos».

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